viernes, 5 de julio de 2013
Iván el de los Osos
IVÁN EL DE LOS OSOS (1895)
¿Adonde irá Iván el de los osos, como en el aduar bohemio le llamaban, por aquel tan solitario y temeroso camino de Gaudamil? ¿Adonde irá?...
Dos veces se había vuelto en la cuesta para amenazar con el garrote a un famélico mastín que con las orejas y la cola bajas, ocultándose entre los maizales y los trigos, a larga distancia le seguía.
—¡Marcha, Tok!... ¡Largo, Tok! gritó con voz imperativa, adelantando un paso hacia el perro, que se quedó parado un momento en medio del camino, y luego, como de mal talante y perezoso, se volvió al aduar, que se aparecía lejos envuelto entre las brumas que se elevaban de la llanura pantanosa y triste; ¡triste, sí, como aquel hogar de bohemios, al cual prestaban tan fantástico aspecto las tintas de un ocaso arrebolado y fuerte y la llama de las hogueras, que iluminaba con calientes tonos rojizos los rostros melenudos y cetrinos de la taifa de gitanos que en torno se agrupaba!
Al vocerío de los hombres que rifaban entre sí mezclábanse los histéricos ayes de una pobre poseída que, rodeada de las mujeres de la tribu y de un pelotón de chicuelos sucios y desnudos, yacía pálida, calenturienta y extenuada sobre un haz de hierba seca que mordía un caballo montaraz de lanudo pelaje y enmarañada crin.
Murmurando no sé qué cosas, iba el hombre andando de prisa y haciendo molinetes con el palo. Brillaban, heridos por los últimos rayos del sol, los vivos colores de su traje extraño y pintoresco; alborotábale el viento la desmelenada cabellera riza que asomaba por debajo del mugriento fez; a la espalda llevaba el zurrón de cuero arrugado y vacío, y pendiente del cinto la bullanguera pandereta, que el andar precipitado y descompuesto del hombre hacía sonar a veces. En la diestra, nerviosa y atezada cual garra de milano, empuñaba el herrado bastón, y no se daba tregua en golpear los lomos del oso, que se detenía a morder la desmedrada hierba que cubría las orillas del camino; un camino de aldea triste y solitario, sombreado por grandes castaños que le comunicaban cierta sombría majestad de avenida de rico priorato o viejo Pazo solariego. Andando, andando, llegó el gitano a la aldea de Gaudamil, y temeroso cual perro en corral ajeno, entró en el atrio de la iglesia, donde había un grupo de mujeres esperando la hora del rosario.
—¡No me dan una peha chica pa pan, una solga!... murmuró el bohemio descubriéndose humildemente.
Las mujerucas hiciéronse las sordas. El bohemio, dando vueltas alrededor del corro y alargando el fez, repetía:
—¡Una solga, siñorinas! ¡una solga!...
Desesperado y mohíno acabó por cubrirse, y cambiando de tono y maneras se puso a gritar:
—¡Vengan, siñores!... ¡Vengan y verán bailar la danza moscovita!... ¡Vengan y lo verán!
Y mientras esto decía, el oso, al cual tenía del diestro y miraba hosco, daba vueltas torpe y pesadamente en torno suyo. Habíase reunido alguna gente, y el bohemio empezaba a cobrar esperanza y ánimo.
—¡Acudan todos, y verán cómo más luogo de bailar se morre!
Y así fue; dejó de gritar el hombre, y el animal cayó pesadamente en tierra.
—¡Ahí le tienen muerto, mis siñores! ¡Oh povero de mí, que estoy perduro! ¡Qué desgracia ésta, Nostro Siñor!...
Y se mesaba los cabellos para mejor simular la pena. Enderezóse, y agitando la pandereta en el aire púsose a gritar: —¿No me dan una caritarre pa le enterra? ¡Una peha chica!...
Y su desesperación y su angustia traslucíanse en el temblor nervioso que comunicaba a la pandereta. De pronto una piedra arrojada desde el camino vino a caer en ella, agujereando el parche. El bohemio se volvió furioso.
—¡Oh picaros sin criansa! ¡Si vostros padres no os la mostran, yo os la aprenderé!
—¡Cállate tú, grandísimo gitano, que se te está oyendo en la iglesia! gritó colérica una vieja que asomó en la puerta.
—¡Gitano no, siñorina, gitano no!
A este tiempo las campanas rompieron en alegre repique, y presurosos y en tropel entráronse por las puertas de la iglesia cuantos se hallaban en el atrio. Quedóse el bohemio jurando y maldiciendo de su estrella; colérico, tiró del ramal al oso y clavó en sus lacios ijares el herrado bastón. El animal se volvió con los ojos encarnizados y la boca espumante; sacudiendo la cabeza, tornó a morder el carcomido tronco de un ciprés. Otra vez, y con mayor crueldad, quiso castigarle su dueño, y entonces la fiera se incorporó rugiendo: con los hirsutos brazos extendidos avanzó hacia el hombre, que intentó resistirla, y enarboló dos veces el palo, hasta que cayó luchando, profiriendo no sé qué palabras horribles... Sintióse el crujir de huesos descoyuntados y rotos; gemidos roncos, jadeantes, faltos de aire, como los exhala el que se siente ahogado; desgarraduras de carne que escalofrían y crispan; y dominándolo todo, los salvajes rugidos que arrancaban a la hambrienta fiera la vista del cadáver mutilado y palpitante de su dueño y el olor de la sangre, que humeaba...
Ramón María del Valle-Inclán
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