Arrabal decía riéndose que
Picasso era un imbécil genial, uno enfermo de priapismo, que se
despatarraba en una poltrona y sentaba a las mujeres, todas las que
pudiera, sobre su enorme polla, sin mover otro músculo, otro que no
fuera su polla, sin prodigar una caricia se entiende, y que sus últimos
días los pasó bajo el control absoluto de los órganos del KGB soviético,
y que para poder visitarlo alguien los agentes del tenebroso aparato
debían pedir autorización a las más altas instancias del Kremlin.
Luego volvió a repetir que Dalí, el Divino Dalí, estaba entre los
tres hombres más inteligentes que había tratado, y acto seguido, empezó a
contar como le habría conocido una noche en que sonó el teléfono en su
apartamento en París y al preguntar quién es, una voz le contestó desde
el otro lado de la línea, soy yo, Dalí, el Divino Dalí, he visto una de
sus obras y quiero escriba una para mí, para montarla, y Arrabal, claro,
cómo no Maestro, y Dalí, sí pero antes quiero que pase por mi hotel con
una esclava. Arrabal no tenía ni idea donde podía encontrar una
esclava, pero sin pensarlo dos veces, le dijo, sí, sí, mañana a las ocho
de la noche en su hotel y tomó la dirección.
Arrabal cuenta que en su apartamento había unos amigos, entre ellos
una joven lesbiana, feminista militante, maoísta y estudiante de la
Sorbonne, y que al comunicarles el pedido de Dalí, pensó que la
combativa muchacha saltaría una furia por lo que consideraría una
atrocidad, pero no, ella dijo que en su clase podía conseguir siete más
de su misma condición para que sirvieran de esclavas ante Dalí y
Arrabal.
Arrabal nunca estuvo confiado y siempre creyó podía ser una trampa de
la tropa lésbica para lincharlo o castrarlo, o peor, para castrarlo
primero y luego lincharlo. No obstante, asegura que al otro día desde
las seis de la tarde estaba en su apartamento la tribu de 8 tríbadas
listas para el acto sacrificial, pero así y todo Arrabal no confiaba,
podía ser un plan de las aguerridas combatientes de la izquierda
parisina para, dos pájaros de un tiro, deshacerse de él y de Dalí, o al
menos de sus respectivos apéndices viriles. Confiesa Arrabal que lo más
complejo fue encontrar una cuerda, que terminó comprando en un pequeño
mercado de purgas cercano, que diera para maniatar firmemente a las ocho
maoístas, la maniobra misma de maniatar a las maoístas, se dice torpe
para cierta labores manuales, y que finalmente, con la ayuda eficaz de
su esposa, terminó amarrando convenientemente a la dote de esclavas
caídas como del cielo.
Alquiló un coche de caballos y legó frente al lujoso hotel donde
vivía el Divino, y nada más bajar con su cordillera de maoístas, que
trabajosamente marchaban entre hoscas y curiosas, el portero, un negro
inmenso, no le dejó ni hablar y dijo, sí, ya sé, para la habitación
imperial del Gran Dalí, yo les conduzco, por aquí, por favor, por aquí,
cuidado con las esclavas, no se lastimen, y que una maoísta, seguro la
más comprometida con la causa de los humildes del mundo, le lanzó un
furioso escupitajo al negro, y que éste, sin perder la compostura, y sin
limpiarse, dijo, no se preocupe Sr. así suelen ser las esclavas.
En la habitación fueron recibidos por Dalí y Gala. Con ellos había
otro negro inmenso, en traje militar lleno de entorchados y medallas, y
al que Dalí llamaba como su Jefe de la Guerra, además de Luis XVI, una
vieja destentada, tapada hasta el cuello, y acostada en una cama estilo
imperio, y que a cada momento se sentaba levemente para beber largo de
un botellón de Wiskey ubicado sobre un artilugio de cedro en el
centro mismo de la cama. Luis XVI no hablaba, sólo bebía y sonreía como
lo que era, un rey o una reina.
Dalí ordenó al Jefe de la Guerra desatar a las esclavas. Arrabal, el
temor aún reflejado en sus ojos, el temor reflejado tras el reflejo de
las copas de tinto italiano del Café Borges, y acto seguido ordenó a la
primera lesbiana para que mostrara el trasero, unas nalgas blancas y
tersas, recuerda Arrabal, y que acto seguido empezó a azotarla sin
piedad con un pesado látigo de cuero negro y siete lenguas, bifurcándose
cada una en otras siete, bifurcaciones borgeanas, extraído de un cofre
de plata, incrustado en pedrerías, y que se dijo, ahora va a iniciar la
revuelta lésbica, mañana estaremos en la primera plana de todos los
periódicos parisinos, pero no, la azotó hasta la primera sangre, Gala
daba moderados saltitos de entusiasmo, Gala la mujer que hizo a Dalí,
dijo Arrabal tras un trago largo, y así fue sacando la sangre de cada
uno de los ocho traseros maoístas, bajo la atenta, escrutadora mirada
del Jefe de la Guerra, sin una protesta por parte de las militantes,
salvo unos quejidos y unos siseos, a medio camino entre el dolor y el
placer, con cada caída, restallar del látigo en los heroicos traseros
revolucionarios.
Agregó Arrabal que al otro día el Jefe de la Guerra fue a recogerle a
su apartamento por órdenes del Divino y llevado a una mansión a las
afueras de París. Allí en torno a una piscina había unas veinte
prostitutas follando con perros, una lo hacía con un enorme mono, otra
con un caballo y, sobre todo, decía, follaban entre ellas, en tanto Gala
y Dalí observaban el escenario de la batalla desde dos tronos dorados.
Asegura que el Divino y la Diva se levantaron y fueron efusivos a
saludarle.
Recuerda el escritor que Dalí le pidió encarecidamente que follara
con una prostituta, especie de walkiria ataviada con una túnica
transparentada, una que hasta ese momento no participaba en la orgía, y a
la cual, tanto Dalí como Gala, llamaban dulcemente como la Gran
Princesa Aria, y que él se negó rotundamente bajo el argumento de que
era un hombre casto, y que Dalí insistía, no hay hombres castos, y yo
ordeno que te la folles, tú no puedes desairarme, es una fiesta en tu
honor, una fiesta pánica, y Arrabal, pánico soy yo, pero soy casto, soy
el casto José del Antiguo Testamento.
Dice Arrabal que Dalí enfureció, que lo hizo salir del lugar
escoltado por el Jefe de la Guerra y que al voltear un ángulo de la
piscina para salir, alcanzó a divisar al Divino Dalí a cuatro patas
lamiendo el culo de la Gran Princesa Aria que, también a cuatro patas,
se había despojado convenientemente de la túnica transparentada.
Al otro día, cuenta Arrabal, recibió una llamada de Dalí, un Júpiter
tonante, que le decía del otro lado de la línea, óyeme bien, Casto José,
cacho de casto, si nada más te atreves a contar algo de lo que has
visto, vivido, te destruyo, juro que acabo contigo, con tu carrera, te
hago una nada, una sombra, con lo que Arrabal entendió que Dalí quería
decir exactamente lo contrario, quería que lo contara, que diera
testimonio. Yo bajé el resto de mi copa, pagué, y pensé Arrabal quiere
lo mismo, quiere que de testimonio, quiere que yo les cuente esta
historia.
Armando de Armas
"Encuentro de tercer tipo con Fernando Arrabal (II)"
http://eichikawa.com/2009/01/encuentro-de-tercer-tipo-con-fernando-arrabal-ii.html
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