domingo, 12 de agosto de 2012

La mosca sabia



I

Don Eufrasio Macrocéfalo me permitió una noche penetrar en el sancta-sanctorum, en su gabinete de estudio, que era, más bien que gabinete; salón biblioteca: las paredes estaban guarnecidas de gruesos y muy respetables volúmenes, cuyo valor en venta había de subir a un precio fabuloso el día en que don Eufrasio cerrase el ojo y se vendiera aquel tesoro de ciencia en pública almoneda; pues si mucho vale Aristóteles por su propia cuenta, un Aristóteles propiedad del sabio Macrocéfalo tenía que valer mucho más para cualquier bibliómano capaz de comprender a mi ilustre amigo. Era mi objeto, al visitar la biblioteca de don Eufrasio, verificar notas en no importa qué autor, cuyo libro no era fácil encontrar en otra parte; y llegó a tanto la amabilidad insólita del erudito, que me dejó solo en aquel santuario de la sabiduría, mientras él iba a no sé qué Academia a negar un premio a cierta Memoria en que se le llamaba animal, no por llamárselo, sino por demostrar que no hay solución de continuidad en la escala de los seres.

La biblioteca de don Eufrasio era una habitación tan abrigada, tan herméticamente cerrada a todo airecillo indiscreto por lo colado, que no había recuerdo de que jamás allí se hubiera tosido ni hecho manifestación alguna de las que anuncian constipado: don Eufrasio no quería constiparse, porque su propia tos le hubiera distraído de sus profundas meditaciones. Era, en fin, aquélla una habitación en que bien podría cocer pan un panadero, como dice Campoamor. Junto a la mesa escritorio estaba un brasero todo ascuas, y al extremo de la sala, en una chimenea de construcción anticuada, ardían troncos de encina que se quejaban al quemarse. Mullida alfombra cubría el pavimento, cortinones de tela pesada colgaban en los huecos, y no había rendija sin tapar, ni por lado alguno pretexto para que el aire frío del exterior penetrase atropelladamente, sino por sus pasos contados y bajo palabra de ir calentándose poco a poco.

Largo rato pasé gozando de aquel agradable calorcillo, que yo juzgaba tan ajeno a la ciencia, siempre tenida por fría y casi helada. Creíame solo, porque de ratones no había que hablar en casa de Macrocéfalo, químico excelente, especie de Borgia de los mures. Yo callaba, y los libros también; pues aunque me decían muchas cosas con lo que tenían escrito sobre el lomo, decíanlo sin hacer ruido; y sólo allá en la chimenea alborotaban todo lo que podían, que no era mucho, porque iban ya de vencida, los abrasados troncos.

En vez de evacuar las citas que llevaba apuntadas, arrellanéme en una mecedora, cerca del brasero, y en dulce somnolencia dejé a la perezosa fantasía vagar a su antojo, llevando el pensamiento por donde ella fuere. Pero la fantasía se quejaba de que le faltaba espacio entre aquellas paredes de sabiduría, que no podía romper, como si fuesen de piedra. ¿Cómo atravesar con holgura aquellos tomos que sabían todo lo que Platón dijo, y que gritaban aquí ¡Leibnitz!, más allá ¡Descartes!, ¡San Agustín!, ¡Enciclopedia!, ¡Sistema del mundo!, ¡Crítica de la razón pura!, ¡Novum organum! Todo el mundo de la inteligencia se interponía entre mi pobre imaginación y el libre ambiente. No podía volar. “¡Ea! —le dije—; busca materia para tus locuras dentro del estrecho recinto en que te ves encerrada. Estás en la casa de un sabio; este silencio, ¿nada te dice? ¿No hay aquí algo que hable del misterioso vivir del filósofo? ¿No quedó en el aire, perceptible a tus ojos, algún rastro que sea indicio de los pensamientos de don Eufrasio, o de sus pesares, o de sus esperanzas, o de sus pasiones, que tal vez, con saber tanto, Macrocéfalo las tenga?” Nada respondió mi fantasía; pero en aquel instante oí a mi espalda un zumbido muy débil y de muy extraña naturaleza: parecía en algo el zumbido de una mosca, y en algo parecía el rumor de palabras que sonaban lejos, muy apagadas y confusas.

Entonces dijo la fantasía: “¿Oyes? ¡Aquí está el misterio! Ese rumor es de un espíritu acaso; acaso va a hablar el genio de don Eufrasio, algún demonio, en el buen sentido de la palabra, que Macrocéfalo tendrá metido en algún frasco.” Sobre la pantalla de transparentes que casi tapaba por completo el quinqué colocado sobre la mesa, que yo tenía muy cerca, se vino a posar una mosca de muy triste aspecto, porque tenía las alas sucias, caídas y algo rotas, el cuerpo muy delgado y de color... de ala de mosca; faltábale alguna de las extremidades, y parecía, al andar sobre la pantalla, baldada y canija. Repitióse el zumbido y esta vez ya sonaba más a palabras; la mosca decía algo, aunque no podía yo distinguir lo que decía. Acerqué más a la mesa la mecedora, y aplicando el oído al borde de la pantalla oí que la mosca, sin esquivar mi indiscreta presencia, decía con muy bien entonada voz, que para sí quisieran muchos actores de fama:

—Sucedió en la suprema monarquía
de la Mosquea un rey que, aunque valiente,
la suma de riquezas que tenía
su pecho afeminaron fácilmente.

—¿Quién anda ahí? ¿Hospes, quis es? —gritó la mosquita estremecida, interrumpiendo el canto de Villaviciosa, que tan entusiasmada estaba declamando; y fue que sintió como estrépito horrísono el ligero roce de mis barbas con la pantalla en que ella se paseaba con toda la majestad que le consentía la cojera. —Dispense usted, caballero —continuó reportándose—, me ha dado usted un buen susto; soy nerviosa, sumamente nerviosa, y además soy miope y distraída, por todo lo cual no había notado su presencia.

Yo estaba perplejo; no sabía qué tratamiento dar a aquella mosca que hablaba con tanta corrección y propiedad y recitaba versos clásicos.

—Usted es quien ha de dispensar —dije al fin, saludando cortésmente—; yo ignoraba que hubiese en el mundo dípteros capaces de expresarse con tanta claridad y de aprender de memoria poemas que no han leído muchos literatos primates.

—Yo soy políglota, caballero; si usted quiere, le recito en griego La Batracomiomaquia, lo mismo que la recitara toda la Mosquea. Estos son mis poemas favoritos; para ustedes son poemas burlescos, para mí son epopeyas grandiosas, porque un ratón y una rana son a mis ojos verdaderos gigantes cuyas batallas asombran y no pueden tomarse a risa. Yo leo La Batracomiomaquia como Alejandro leía La Iliada...

Arjomenos proton Mouson joron ex Heliconos...

¡Ay! Ahora me consagro a esta amena literatura que refresca la imaginación, porque harto he cultivado las ciencias exactas y naturales que secan toda fuente de poesía; harto he vivido entre el polvo de los pergaminos descifrando caracteres rúnicos, cuneiformes, signos hieráticos, jeroglíficos, etc.; harto he pensado y sufrido con el desengaño que engendra siempre la filosofía; pasé mi juventud buscando la verdad, y ahora que lo mejor de la vida se acaba, busco afanosa cualquier mentira agradable que me sirva de Leteo para olvidar las verdades que sé.

Permítame usted, caballero, que siga yo hablando sin dejarle a usted meter baza, porque ésta es la costumbre de todos los sabios del mundo, sean moscas o mosquitos. Yo nací en no sé qué rincón de esta biblioteca; mis próximos ascendientes y otros de la tribu volaron muy lejos de aquí en cuanto llegó la amable primavera de las moscas y en cuanto vieron una ventana abierta; yo no pude seguir a los míos, porque don Eufrasio me cogió un día que, con otros mosquitos inexpertos, le estaba yo sorbiendo el seso que por la espaciosa calva sudaba el pobre señor; guardóme debajo de una copa de cristal, y allí viví días y días, los mejores de mi infancia. Servíle en numerosos experimentos científicos; pero como el resultado de ellos no fuera satisfactorio, porque demostraba todo lo contrario de lo que Macrocéfalo quería probar, que era la teoría cartesiana, que considera como máquinas a los animales, el pobre sabio quiso matarme cegado por el orgullo, tan mal herido en aquella lucha con la realidad.

Pero en la misma filosofía que iba a ser causa de mi muerte hallé la salvación, porque en el momento de prepararme el suplicio, que era un alfiler que debía atravesarme las entrañas, don Eufrasio se rascó la cabeza, señal de que dudaba; y dudaba, en efecto, si tenía o no tenía derecho para matarme. Ante todo, ¿es legítima a los ojos de la razón la pena de muerte? Y dado que no lo sea, ¿los animales tienen derecho? Esto le llevó a pensar lo que sería el derecho, y vio que era propiedad; pero ¿propiedad de qué? Y de cuestión en cuestión, don Eufrasio llegó al punto de partida necesario para dar un solo paso en firme. Todo esto le ocupó muchos meses, que fueron dilatando el plazo de mi muerte. Por fin, analíticamente, Macrocéfalo llegó a considerar que era derecho suyo el quitarme de en medio; pero como le faltaba el rabo por desollar, o sea la sintética que hace falta para conocer el fundamento, el por qué, don Eufrasio no se decidió a matarme por ahora, y está esperando el día en que llegue al primer principio, y desde allí descienda por todo el sistema real de la ciencia, para acabar conmigo sin mengua del imperativo categórico. Entre tanto fue, sin conocerlo, tomándome cariño, y al fin me dio la libertad relativa de volar por esta habitación; aquí el aire caliente me guarda de los furores del invierno, y vivo, y vivo, mientras mis compañeras habrán muerto por esos mundos, víctimas del frío que debe hacer por ahí fuera. ¡Mas, con todo, yo envidio su suerte! Medir la vida por el tiempo, ¡qué necedad! La vida no tiene otra medida que el placer, la pasión desenfrenada, los accidentes infinitos que vienen sin que se sepa cómo ni por qué, la incertidumbre de todas las horas, el peligro de cada momento, la variedad de las impresiones siempre intensas. ¡Esa es la vida verdadera!

Calló la mosca para lanzar profundo suspiro, y yo aproveché la ocasión y dije:

—Todo eso está muy bien, pero todavía no me ha dicho usted cómo se las compone para hablar mejor que algunos literatos...

—Un día —continuó la mosca— leyó don Eufrasio en la Revista de Westminster que dentro de veinte mil años, acaso, los perros hablarían, y, preocupado con esta idea, se empeñó en demostrar lo contrario; compró un perro, un podenco, y aquí, en mi presencia, comenzó a darle lecciones de lenguaje hablado; el perro, quizá porque era podenco, no pudo aprender, pero yo, en cambio, fui recogiendo todas las enseñanzas que él perdía, y una noche, posándome en la calva de don Eufrasio, le dije:

Buenas noches, maestro, no sea usted animal; los animales sí pueden hablar, siempre que tengan regular disposición; los que no hablan son los podencos y los hombres que lo parecen.

Don Eufrasio se puso furioso conmigo. Otra vez había echado yo por tierra sus teorías; pero yo no tenía la culpa. Procuré tranquilizarle, y al fin creí que me perdonaba el delito de contradecir todas sus doctrinas, cumpliendo las leyes de mi naturaleza. Perdido por uno, perdido por ciento y uno, se dijo don Eufrasio, y accedió a mi deseo de que me enseñara lenguas sabias y a leer y escribir. En poco tiempo supe yo tanto chino y sánscrito como cualquier sabio español; leí todos los libros de la biblioteca, pues para leer me basta pasearme por encima de las letras; y en punto a escribir, seguí el sistema nuevo de hacerlo con los pies; ya escribo regulares patas de mosca.

Yo creía al principio, ¡incauta!, que Macrocéfalo había olvidado sus rencores; mas hoy comprendo que me hizo sabia para mi martirio. ¡Bien supo lo que hacía!

Ni él ni yo somos felices. Tarde los dos echamos de menos el placer, y daríamos todo lo que sabemos por una aventurilla de un estudiante él, yo de un mosquito.

¡Ay!, una tarde —prosiguió la mosca— me dijo el tirano: “Ea, hoy sales a paseo.”

Y me llevó consigo.

Yo iba loca de contenta. ¡El aire libre! ¡El espacio sin fin! Toda aquella inmensidad azul me parecía poco trecho para volar. “No vayas lejos,” me advirtió el sabio cuando me vio apartarme de su lado. ¡Yo tenía el propósito de huir, de huir por siempre! Llegamos al campo: don Eufrasio se tendió sobre el césped, sacó un pastel y otras golosinas y se puso a merendar como un ignorante. Después se quedó dormido. Yo, con un poco de miedo a aquella soledad, me planté sobre la nariz del sabio, como en una atalaya, dispuesta a meterme en la boca entreabierta a la menor señal de peligro. Había vuelto el verano, y el calor era sofocante. Los restos del festín estaban por el suelo, y al olor apetitoso acudieron bien pronto numerosos insectos de muchos géneros, que yo teóricamente conocía por la zoología que había estudiado. Después llegó el bando zumbón de los moscones y de las moscas mis hermanas. ¡Ay!, en vez de la alegría que yo esperaba tener al verlas, sentí pavor y envidia; los moscones me asustaban con sus gigantescos corpachones y sus zumbidos rimbombantes; las moscas me encantaban con la gracia de sus movimientos, con el brillo de sus alas; pero al comprender que mi figura raquítica era objeto de sus burlas, al ver que me miraban con desprecio, yo, mosca macho, sentí la mayor amargura de la vida.

El sabio es el más capaz de amar a la mujer; pero la mujer es incapaz de estimar al sabio. Lo que digo de la mujer es también aplicable a las moscas. ¡Qué envidia, qué envidia sentí al contemplar los fecundos juegos aéreos de aquellas coquetas enlutadas, todas con mantilla, que huían de sus respectivos amantes, todos más gallardos que yo, para tener el placer, y darlo, de encontrarse a lo mejor en el aire y caer juntos a la tierra en apretado abrazo!

Volvió a callar la mosca infeliz; temblaron sus alas rotas, y continuó tras larga pausa:

—Nessun maggior dolore
Che ricordarsi del tempo felice
Nella misseria...

Mientras yo devoraba la envidia y la vergüenza de tenerla y de sentir miedo, una mosca, un ángel diré mejor, abatió el vuelo y se posó a mi lado, sobre la nariz aguileña del sabio. Era hermosa como la Venus negra, y en sus alas tenía todos los colores del iris; verde y dorado era su cuerpo airoso; las extremidades eran robustas, bien modeladas, y de movimientos tan seductores que equivalían a los seis pies de las Gracias aquellas patas de la mosca gentil. Sobre la nariz de don Eufrasio, la hermosa aparecida se me antojaba Safo en el salto de Leucade. Yo, inmóvil, la contemplé sin decir nada. ¿Con qué lenguaje se hablaría a aquella diosa? Yo lo ignoraba. ¡Saber tantos idiomas, de qué me servía no sabiendo el del amor! La mosca dorada se acercó a mí, anduvo alrededor, por fin se detuvo en frente, casi tocando en mi cabeza con su cabeza. ¡Ya no vi más que sus ojos! Allí estaba todo el universo. Kalé, dije en griego, creyendo que era aquella lengua la más digna de la diosa de las alas de verde y oro. La mosca me entendió, no porque entendiera el griego, sino porque leyó el amor en mis ojos.

—Ven —me respondió, hablando en el lenguaje de mi madre—, ven al festín de las migajas, serás tú mi pareja; yo soy la más hermosa y a ti te escojo, porque el amor para mí es el capricho; no sé amar, sólo sé agradecer que me amen; ven y volaremos juntos; yo fingiré que huyo de ti…

—Sí, como Galatea, ya se —dije neciamente.

—Yo no entiendo de Galateas, pero te advierto que no hables en latín; vuela en pos de mis alas, y en los aires encontrarás mis besos... Como las velas de púrpura se extendían sobre las aguas jónicas de color de vino tinto, que dijo Homero, así extendió sus alas aquella hechicera, y se fue por el aire zumbando: ¡Ven, ven!... Quise seguirla, mas no pude. El amor me había hecho vivir siglos en un minuto, no tuve fuerzas, y en vez de volar caía en la sima, en las fauces de don Eufrasio, que despertó despavorido, me sacó como pudo de la boca, y no me dio muerte porque aún no había llegado a la metafísica sintética.

II

La mosca de mi cuento

Tras nueva pausa prosiguió llorando:
¡Cuánta afrenta y dolor el alma mía
halló dentro de sí, la luz mirando
que brilló, como siempre, al otro día!

Sí, volvimos a casa, porque yo no tenía fuerzas para volar ni deseo ya de escaparme: ¿Cómo? ¿Para qué? Mi primera visita al mundo de las moscas me había traído, “con el primer placer, el desengaño” (dispense usted si se me escapan muchos versos en medio de la prosa; es una costumbre que me ha quedado de cuando yo dedicaba suspirillos germánicos a la mosca de mis sueños). Como el joven enfermo de Chenier, yo volví herida de amor a esta cárcel lúgubre, y sin más anhelo que ocultarme y saborear a solas aquella pasión que era imposible satisfacer; porque primero me moriría de vergüenza que ver otra vez a la mosca verde y dorada que me convidó al festín de las migajas y a los juegos locos del aire. Un enamorado que se ve en ridículo a los ojos de la mosca amada es el más desgraciado mortal, y daría de fijo la salvación por ser en aquel momento, o grande como un Dios, o pequeño como un infusorio. De vuelta a nuestra biblioteca, don Eufrasio me preguntó con sorna: “¿Qué tal, te has divertido?” Yo le contesté mordiéndole en un párpado; se puso colérico. “¡Máteme usted!”, le dije.

—“¡Oh! ¡Así pudiera!, pero no puedo; el sistema no está completo. Subjetivamente podría matarte, pero falta el fundamento, falta la síntesis.”

¡Qué ridículo me pareció desde aquel día Macrocéfalo! ¡Esperar la síntesis para matar! ¡Cuando yo hubiera matado a todas las moscas machos y a todos los moscones del mundo que me hubiesen disputado el amor, a que yo no aspiraba, de la mosca de oro! Más que el deseo de verla pudo en mí el terror que me causaba el ridículo, y no quise volver a la calle ni al campo. Quise apagar el sentimiento y dejar el amor en la fantasía. Desde entonces fueron mis lecturas favoritas las leyendas y poemas en que se cuentan hazañas de héroes hermosos y valientes: La Batracomiomaquia, la Gatomaquia y, sobre todo, la Mosquea, me hacían llorar de entusiasmo. ¡Oh, quién hubiera sido Marramaquiz, aquel gato romano que, atropellando por todo, calderas de fregar inclusive, buscaba a Zapaquilda por tejados, buhardillas y desvanes! Y aquel rey de la Mosquea, Salomón en amores, ¡qué envidia me daba! ¡Qué de aventuras no fraguaría yo en la mente loca en la exaltación del amor comprimido! Dime a pensar que era un Reinaldos o un Sigfrido o cualquier otro personaje de leyenda, y discurrí la traza de recorrer el mundo entero del siguiente modo: pedíle a don Eufrasio que pusiera a mi disposición los magníficos atlas que tenía, donde la tierra, pintada de brillantísimos colores en mapas de gran tamaño, se extendía a mis ojos en dilatados horizontes. Con el fingimiento de aprender geografía pude a mis anchas pasearme por todo el mundo, mosca andante en busca de aventuras. Híceme una armadura de una pluma de acero rota, un yelmo dorado con restos de una tapa de un tintero; fue mi lanza un alfiler, y así recorrí tierras y mares, atravesando ríos, cordilleras, y sin detenerme al dar con el Océano, como el musulmán se detuvo.

Los nombres de la geografía moderna parecíanme prosaicos, y preferí para mis viajes las cartas de la geografía antigua, mitad fantástica, mitad verdadera: era el mundo para mí, según lo concebía Homero, y por el mapa que esta creencia representaba, era por donde yo de ordinario paseaba mis aventuras. Iba con los dioses a celebrar las bodas de Tetis al Océano, un río que daba vuelta a la tierra; subía a las regiones hiperbóreas, donde yo tenía al cuidado de honradísima dueña, en un castillo encerrada, a mi mosca de oro. Cazaba los insectos menudos que solían recorrer las hojas del atlas y se los llevaba prisioneros de guerra a mi mosca dorada, allá a las regiones fabulosas.

—“Este —le decía— fue por mí vencido, sobre el empinado Cáucaso, y aun en sus cumbres corre en torrentes la sangre del mosquito que a tus pies se postra, malferido por la poderosa lanza a que tú prestas fuerza, ¡oh mosca mía! , con dársela a mi brazo por conducto del alma que te adora y vive de tu recuerdo.” Todas estas locuras y aun infinitas más, hacía yo y decía, mientras pensaba don Eufrasio que estudiaba a Estrabón y Ptolomeo. La novela en Grecia empezó por la geografía, fueron viajeros los primeros novelistas, y yo también me consagré en cuerpo y alma a la novela geográfica. Aunque el placer del fantasear no es intenso, tenía una singular voluptuosidad que en ningún otro placer se encuentra, y puedo jurar a usted que aquellos meses que pasé entregado a mis viajes imaginarios, paseándome por el atlas de don Eufrasio, son los que guardo como dulces recuerdos, porque, en ellos, el alivio que sentí a mis dolores lo debí a mis propias facultades. Poetizar la vida con elementos puramente interiores, propios, éste es el único consuelo para las miserias del mundo; no es gran consuelo, pero es el único.

Un día don Eufrasio puso encima de la mesa un libro de gran tamaño, de lujo excepcional. Era un regalo de Año Nuevo, era un tratado de Entomología, según decían las letras góticas doradas de la cubierta. El canto del grueso volumen parecía un espejo de oro. Volé y anduve hora tras hora alrededor de aquel magnífico monumento, historia de nuestro pueblo en todos sus géneros y especies. El corazón me decía que había allí algo maravilloso, regalo de la fantasía. Pero yo por mis propias fuerzas no podía abrir el libro. Al fin don Eufrasio vino en mi ayuda; levantó la pesada tapa y me dejó a mis anchas recorrer aquel paraíso fantástico, museo de todos los portentos, iconoteca de insectos, donde se ostentaban en tamaño natural, pintados con todos los brillantes colores con que les pintó naturaleza, la turbamulta de flores aladas, que son para el hombre insectos, para mí ángeles, ninfas, dríadas, genios de lagos y arroyos, fuentes y bosques. Recorrí ansiosa, embriagada con tanta luz y tantos colores, aquellas soberbias láminas, donde la fantasía veía a montones argumentos para mil poemas; el corazón me decía “más allá”; esperaba ver algo que excediera a toda aquella orgía de tintas vivas, dulces o brillantes. ¡Llegué por fin al tratado de las moscas! El autor les había consagrado toda la atención y esmero que merecen; muchas páginas hablaban de su forma, vida y costumbres; muchas láminas presentaban figuras de todas las clases y familias.

Vi y admiré la hermosura de todas las especies, pero yo buscaba ansiosa, sin confesármelo a mí misma, una imagen conocida; ¡al fin!, en medio de una lámina, reluciendo más que todas sus compañeras, estaba ella, la mosca verde y dorada, tal como yo la vi un día sobre la nariz de don Eufrasio, y desde entonces a todas las horas del día y de la noche dentro de mí. Estaba allí, saltando del papel, grave, inmóvil, como muerta, pero con todos los reflejos que el sol tenía al besar con sus rayos sus alas de sutil encaje. El amante que haya robado alguna vez un retrato de su amada desdeñosa, y que a solas haya saciado en él su pasión comprimida, adivinará los excesos a que me arrojé, perdida la razón, al ver en mi poder aquella imagen fiel, exactísima, de la mosca de oro. Mas no crea usted, si no entiende de esto, que fue de pronto el atreverme a acercarme a ella; no, al principio turbéme y retrocedí como hubiera hecho a su presencia real. Un amante grosero no respeta la castidad de la materia, de la forma; para mí, no sólo el alma de la mosca era sagrada; también su figura, su sombra misma, hasta su recuerdo. Para atreverme a besar el castísimo bulto tuve que recurrir a mi eterno novelar; en mis diálogos imaginarios ya estaba yo familiarizado con mi felicidad de amante correspondido; y así, como sí no fuese nuevo el encanto de tener aquella esplendorosa beldad dócil y fiel al anhelante mirar de mis ojos, sin apartarse de ellos, como quien sigue un deliquio de amor, acerquéme, tras una lucha tenaz con el miedo, y dije a la mosca pintada: “Estoy, señora, tan acostumbrado a que todo sea en mi amor desdichas, que al veros tan cerca de mí y que no huís al verme, no avanzo de miedo de deshacer este encanto, que es teneros tan cerca; tantas espinas me punzaron el corazón, señora, que tengo miedo a las flores; si hay engaño, sépalo yo después del primer beso, porque, al fin, ello ha de ser que todo acabe en daño mío.” No contestó la mosca, ni yo lo necesitaba; mas yo, en vez de ella, díjeme tantas ternuras, tan bien me convencí de que la mosca de oro sabía despreciar el vano atavío de la hermosura aparente y conocer y sentir la belleza del espíritu, que al cabo, con todo el valor y la fe que el amante necesita para no ser desairado o desabrido en sus caricias, lancéme sobre la imagen de ricos colores y de líneas graciosas, y en besos y en abrazos consumí la mitad de mi vida en pocos minutos.

En medio de aquel vértigo de amor, en que yo estaba amando por dos a un tiempo, vi que la mosca pintada me decía, a intervalos de besos y entre el mismo besar, casi besándome con las palabras que decía: “Tonto, tonto mío, ¿por qué dudas de mí, por qué crees que la hembra no sabe sentir lo que tú sabes pensar? Tus alas rotas, tus movimientos difíciles y sin gracia aparente, tu miedo a los moscones, tu rubor, tu debilidad, tu silencio, todo lo que te abruma, porque juzgas que te estorba para el amor, yo lo aprecio, yo lo comprendo, y lo siento y lo amo. Ya sé yo que en tus brazos me espera oír hablar de lo que jamás supieron de amor otros machos más hermosos que tú; sé que al contarme tus soledades, tus luchas interiores, tus fantasías, has de ser para mí como ser divinizado por el amor; no habrá voluptuosidad más intensa que la que yo disfrute bebiendo por tus ojos todo el amor de un alma grande, arrugada y oscurecida en la cárcel estrecha de tu cuerpo flaco y empobrecido por la fiebre del pensar y del querer.” Y a este tenor seguía diciéndome la mosca dorada tan deliciosas frases, que yo no hacía más que llorar, llorar y besarle los pies, aún más agradecido que enamorado. ¡Bendita fuerza de la fantasía que me permitió gozar este deliquio, momento sublime de la eternidad de un cielo! Al fin hablé yo (por mi cuenta) y sólo dije con voz que parecía sonar en las mismas entrañas: —¿Tu nombre? —Mi nombre está en la leyenda que tengo al pie; esto dijo mi razón fría y traidora tomando la voz que yo atribuía a mi amada. Bajé los ojos y leí... Musca vomitoria.

Al llegar aquí, la voz de la mosca sabia se debilitó y siguió hablando como se oye en la iglesia hablar a las mujeres que se confiesan. Yo, como el confesor, acerqué tanto, tanto el oído, que de haber sido la mosca hermosa penitente, hubiera sentido el perfume de su aliento (como el confesor) acariciarme el rostro. Y dijo así:

—¡Mosca vomitoria! Este era el nombre de mi amada. En el texto encontré su historia. Era terrible. Bien dijo Shakespeare: “Estos jóvenes pálidos que no beben vino acaban por casarse con una meretriz.” Yo, casta mosca, enamorada del ideal, tenía por objeto de mis sueños a la enamorada de la podredumbre. Allí donde la vida se descompone, donde la química celebra esas orgías de miasmas envenenados que hay en los estercoleros, en las letrinas, en las sepulturas y en los campos de batalla después de la carnicería, allí acudía mi mosca de las alas de oro, de los metálicos cambiantes, Mesalina del cieno y de la peste. ¡Yo amaba a la mosca vampiro, a la mosca del Vomitorium! Yo había colocado en las regiones soñadas, en las regiones hiperbóreas, su palacio de cristal, y en las Hespérides su jardín de recreo; ¡por ella había corrido yo las aventuras más pasmosas que forjó la fantasía, estrangulando mosquitos y otras alimañas en miniatura, sin remordimientos de conciencia! Pero lo más horroroso no fue el desengaño, sino que el desengaño no me trajo el olvido ni el desdén. Seguí amando ciega a la mosca vomitoría, seguí besando loca sus alas de colores pintadas en el tremendo libro que me contó la vergonzosa historia.

Procuré, si no olvidar, porque esto no era posible, distraer mi pena, y como se vuelve al hogar abandonado por correr las locuras del mundo, así volví a la ciencia, tranquilo albergue que me daría el consuelo de la paz del alma, que es la mayor riqueza. ¡Ay! Volví a estudiar; pero ya los problemas de la vida, los misterios de lo alto no tenían para mí aquel interés de otros días; ya sólo veía en la ciencia la miseria de lo que ignora, el pavor que inspiran sus arcanos; en fin, en vez de la calma del justo, sólo me dio la calma del desesperado, engendradora de las eternas tristezas. ¿Qué es el cielo? ¿Qué es la tierra? ¿Qué nos importa? ¿Hay un más allá para las moscas que sufrieron en la vida resignadas el tormento del amor? Ni yo sufro resignada ni se nada del más allá. La ciencia ya sólo me da la duda anhelante, porque en ella yo no busco la verdad, sino el consuelo; para mí no es un templo en que se adora, es un lugar de asilo; por eso la ciencia me desdeña. Perdida en el mar del pensamiento, cada vez que me engolfo en sus olas, las olas me arrojan desdeñosas a la orilla como cáscara vacía. Y éste es mi estado. Voy y vengo de los libros sabios a la poesía, y ni en la poesía encuentro la frescura lozana de otros días, ni en los libros del saber veo más verdades que las amargas y tristes. Ahora espero tan sólo, ya que no tengo el valor material que necesito para darme la muerte, que don Eufrasio llegue a la Sintética, y sepa, bajo principio, que puede en derecho aplastarme. Mi único placer consiste en provocarle, picando y chupando sin cesar en aquella calva mollera, de cuyos jugos venenosos bebí en mal hora el afán de saber, que no trae aparejada la virtud que para tanta abnegación se necesita.

Calló la mosca, y al oír el ruido deja puerta que se abría, voló hacia un rincón de la biblioteca.

III

Don Eufrasio volvía de la Academia.

Venía muy colorado, sudaba mucho, hacía eses al andar, y sus ojillos medio cerrados echaban chispas. Yo estaba en la sombra y no me vio. Ya no recordaba que me había dejado en su camarín, perfumado con todos los aromas bien olientes de la sabiduría.

Creía estar solo y habló en voz alta (al parecer era su costumbre), diciendo así a las paredes sapientísimas que debían conocer tantos secretos:

—¡Miserables! ¡Me han vencido! Han demostrado que no hay razón para que el animal no llegue a hablar; pero afortunadamente no se fundan en ningún dato positivo, en ninguna experiencia. ¿Dónde está el animal que comenzó a hablar? ¿Cuál fue? Esto no lo dicen, no hay prueba plena; puedo, pues, contradecirlo. Escribiré una obra en diez tomos negando la posibilidad del hecho, desacreditaré la hipótesis. Estas copitas que he bebido en casa de Friné me han reanimado. ¡Diablos!, esto da vueltas; ¿si estaré borracho? ¿si iré a ponerme malo? No importa, lo principal es que les falte el hecho, el dato positivo. El animal no habla, no puede hablar. Ja, ja, ja, ¡qué hermosa es Friné! ¡qué hermosa bestia! ¡Pues Friné habla! Bien, pero ésa no se cuenta: habla como una cotorra, y no es ése el caso. Friné habla como ama, sin saber lo que hace: aquello no es amar ni hablar. ¡Pero vaya si es hermosa!

Macrocéfalo sacó del bolsillo de la levita una petaca; en la petaca había una miniatura: era el retrato de Friné. Lo contempló con deleite y volvió a decir: “No, no hablan, los animales no hablan. ¡Bueno estaría que yo hubiese sostenido un error toda la vida!”

En aquel momento la mosca sabia dejó oír su zumbido, voló, haciendo una espiral en el aire, y acabó por dejarse caer sobre la miniatura de Friné.

Macrocéfalo se puso pálido, miró a la mosca con ojos que ya no arrojaban chispas, sino rayos, y dijo con voz ronca:

—¡Miserable! ¿a qué vienes aquí? ¿Te ríes? ¿Te burlas de mí?

—¡Como usted decía que los animales no hablan!

—No hablarás mucho tiempo, bachillera —gritó el sabio, y quiso coger entre los dedos a su enemiga. Pero la mosca voló lejos, y no paró hasta meter las patas en el tintero. De allí volvió arrogante a posarse en la petaca. “Oye —dijo a Macrocéfalo—, los animales hablan... y escriben.” Y diciendo y haciendo, sobre la piel de Rusia, al pie del retrato de Friné, escribió con las patas mojadas en tinta roja: Musca vomitoria. Don Eufrasio lanzó un bramido de fiera. La mosca había volado al cráneo del sabio; allí mordió con furia... y yo vi caer sobre su cuerpo débil y raquítico la mano descarnada de Macrocéfalo. La mosca sabia murió antes de que llegase don Eufrasio a la filosofía sintética.

Sobre la tersa y reluciente calva quedó una gota de sangre, que caló la piel del cráneo, y filtrándose por el hueso llegó a ser una estalactita en la conciencia de mi sabio amigo. Al fin había sido capaz de matar una mosca.



Alas, Leopoldo (Clarín)
Solos de Clarín

A sugerencia del gran Misha Bies Golas
http://www.youtube.com/watch?v=a25-0lpi86M

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