domingo, 21 de diciembre de 2014

Los monstruos (cañí y olé)


Los monstruos

EL monstruo no se ve a sí mismo monstruo, y quizás nos ve a los demás como monstruos de belleza, de modo que no hay que estar tan seguros de la condenación del monstruo, pero es que en España nos hemos pasado por el otro extremo, sosteniendo una especie de culto demoníaco a la ternera de dos cabezas, la mujer barbuda, el enano cabezón y el gigante zampabollos.

Del espíritu verbenero de la raza viene sin duda ese gusto por lo monstruo, de la romería como metafísica, que es lo que todos los españoles sentimos y practicamos mejor, nos queda la afición a los monstruos, que están incluso en la pintura del apolíneo Velázquez, vestidos de domingo por el pincel del pintor, pero que renacen dos siglos más tarde, enfurecidos, recrudecidos, en Valdés Leal y Alenza, o de la mano de las brujas de Goya, como esos niños tontos que las viejas del arrabal llevan al hospicio. Los monstruos de Solana se visten de carnaval para alegrar su monstruosidad, y luego están los monstruos literarios de Quevedo, que pueblan sus sueños, y los adolescentes perversos de Baroja, los bufones de Valle-Inclán y los tontos de Cela. Incluso en el luminoso Gabriel Miró (mucho más sombrío de lo que cree el tópico) hay algún monstruo de luto que cruza bajo el sol mediterráneo con la cabeza colgante.

Nuestros humoristas más recientes vuelven a dibujar monstruos geniales, y en Chumy y Ops hay ángeles con patas de macho cabrío y señores que llevan su propia cabeza en la mano. Europa, cuando le dio por la monstruosidad, inventó el surrealismo, que es una manera educada y literaria de teratología, pero el monstruismo español se da mucho más en crudo, y todos tenemos una admiración inversa por el chepudito, el niño cabezudo, el enano dicharacho, la vaca de cinco patas, la ternera de varias cabezas y el conejo con rabo de gato.

Porque la monstruosidad o el error de la naturaleza no dejan de ser un chiste metafísico,  una broma cósmica que nos gasta el universo, y como el español es fundamentalmente burlón, desesperadamente frívolo, trágicamente sonriente, le gusta descubrir que nada es tan serio como parece y que los gazapos se dan en todas partes, incluso en los programas incógnitos de las especies. Quizá nuestro gusto por el gazapo biológico, como nuestra inquisición feroz del gazapo cultural, de la errata periodística y de la plancha, no son sino una manera de tranquilizar nuestra mala conciencia, nuestra inseguridad, nuestra secreta convicción de que también nosotros cometemos muchos gazapos, de que quizá no somos sino un gazapo humano, o como decía un negro a un blanco, hemos nacido de un error sexual.

Si el universo se equivoca ?por qué no nos vamos a equivocar nosotros en la oficina? Si la Naturaleza falla por qué no va a poder fallar uno en los exámenes? Le gusta al español descubrirle a las cosas -y sobre todo a las cosas trascendentes- su talón débil, su punto flaco, su fallo, su error y su chiste, porque eso alimenta nuestro nihilismo místico y justifica nuestros personales errores. (...) Somos especialistas en tontos, entomólogos de monstruos, coleccionistas de mujeres con tres brazos y mellizas sin orejas.
Si Velázquez pintaba algún monstruo humano de tarde en tarde, Goya llena sus cuadros de ellos y Picasso hace ya mucho más que eso, convierte a toda la humanidad en monstruosa, con ojos en la frente, dos narices en cada mejilla y manos que nacen directamente del hombre.

Esta es la progresiva teratologización de la pintura español.a Los niños nos educamos, en España, viendo en las ferias y verbenas a la señorita enana que habla con voz del otro mundo en su barraca, viendo "el Museo de JOselito, con la muerte de Granero" y otros horrores, y por eso, luego, de adultos, si pintamos, pintamos monstruos, y, si no pintamos ni escribimos, perseguimos la monstruosidad en los periódicos, los sucesos, los crímenes, los misterios, o nos vestimos de destrozona con opulencias hasta las rodillas, en carnaval, si nos dejan.

Los monstruos nos hacen mucha gracia, nos fascinan secretamente a los españoles, y tenemos mucha resistencia para el monstruo, pues no nos desvanecemos nunca, ni se desvanece la recién casadita en estado cuando ve cómo el toro le mete el cuerno por un ojo al torero. Somos lo que se dice un páis de aguante, muy educado en estas barbaridades, y aficionados de raza a todo lo que desprestigia por partida doble al bien y al mal, a la vida y a la muerte, a los valores morales y a los inmorales. Un cerdo con patas de oca deja en suspenso a toda la Naturaleza, a toda la filosofía, al hombre, al tiempo y al espacio. Un cerdo con patas de oca hace dudar de todo y por eso nos gusta a los españoles, que somos anarquistas de domingo y queremos encontrarle la trampa al Universo, dar de una maldita vez con el truco y la chapuza que nos permita reírnos de todo y seguir haciendo chapuzas.

Así como a un francés cerebralizado puede desmoralizarle el monstruo, que no tiene explicación en el cielo ni en la tierra, a un español le conforta misteriosamente, yo creo, la existencia del monstruo, porque le confirma en su nihilismo de verbena. Nuestro arte, nuestra literatura, nuestro teatro y nuestras costumbres están cruzados de monstruos, y nos miran desde los cuadros de Velázquez, serios y hondos, convencidos de que los españoles gritones y reidores somos unos monstruos.


Francisco UMBRAL, Museo nacional del mal gusto (Testigos de España, 1974)

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