lunes, 18 de enero de 2010

El baño de la cortesana



"Odacis llamó y entraron tres esclavas, que eran las que la ayudaban en el tocado de su señora: las tractatrices, encargadas del masaje de su cuerpo.

Sónnica se dejó manejar por las tres mujeres, que la frotaron con fuerza, estirando sus miembros para darles ligereza y soltura. Después se sentó en una silla de marfil, apoyando sus codos sonrosados en los delfines que formaban los brazos del asiento. En esta posición, erguida e inmóvil, esperó que las esclavas procediesen a su tocado.

Una, que era casi una niña, envuelta en una tela de anchas rayas, se arrodilló en el suelo sosteniendo un gran espejo de bronce cincelado, en el que pudo contemplarse Sónnica hasta más abajo del talle. Otra rebuscó en las mesas de mármol los objetos de tocador, alineándolos, y Odacis comenzó a alisar con peines de marfil la espléndida cabellera de su señora. Mientras tanto, la otra esclava se aproximaba con una pátera de bronce llena de pasta gris. Era la harina de habas usada por las elegantes de Atenas para conservar tersa y tirante la piel. Untó con ella las mejillas de la griega y después los salientes pechos, el vientre, los flancos y las rodillas, dejando casi todo su cuerpo envuelto en una capa grasienta y lustrosa. En los sitios donde crece el vello puso algo de dropax, pasta depilatoria compuesta de vinagre y tierra de Chipre.

Sónnica asistía impasible a estos preparativos de su toilette, que la afeaban momentáneamente, para hacerla renacer todos los días más hermosa.

Odacis seguía peinándola. Agarraba la espléndida cabellera, perdiéndose sus dos manos en aquella cascada brillante; la retorcía dulcemente, enroscándola a sus brazos como una enorme serpiente de oro; volvía a esparcirla, separándola mechón por mechón para que se secase, y tornaba amorosamente a alisarla con los peines de marfil apilados en una mesa inmediata, verdaderos prodigios de arte, con púas finísimas y su parte superior cincelada, representando escenas de los bosques, ninfas arrogantes persiguiendo ciervos y sátiros hediondos dando caza a las beldades desnudas.

La peinadora, después de secar la cabellera, procedió a teñirla. Valiéndose de una pequeña ánfora rematada por largo pico, la humedeció con una disolución de azafrán y goma de Arabia, y abriendo una arquilla llena de polvo de oro, fue espolvoreando la sedosa y enorme madeja, que tomó la brillantez de los rayos del sol. Después, enroscando los mechones de las sienes a un molde de hierro puesto en un braserillo, fue formando apretados rizos, que cubrieron la frente de la griega hasta cerca de los ojos; recogió la masa de cabellos sobre la nuca, sujetándolos con una cinta roja fuertemente entrelazada, y rizó el vértice del peinado, imitando el ondulante llamear de una antorcha.

Sónnica se levantó. Dos de las esclavas aproximaron una pesada ánfora de barro llena de leche, y con una esponja lavaron el cuerpo de su señora cerca de la piscina, limpiándola de la pasta de habas. La tersa blancura de su piel volvió a salir a luz más fresca y jugosa.

Odacis, teniendo en su diestra unas pinzas de plata, vigilaba el cuerpo de su señora con la atención y el ceño fruncido del artista que prepara una grande obra. Era la encargada de la depilación. Su mano ligera merecía elogios por la suavidad con que arrancaba el vello y perseguía obstinadamente por todos los contornos entrantes y salientes del cuerpo el más ligero musgo para hacerlo desaparecer. Sus pinzas arrancaron algunas briznas finísimas que empezaban a surgir bajo la dulce curva del vientre, allí donde la naturaleza tiende a cubrirse de oscura y aterciopelada vegetación. La costumbre griega destruía implacablemente el pelo oculto, queriendo imitar la tersa limpieza de las estatuas.

Volvió a sentarse Sónnica en la silla de marfil y comenzó el arreglo del rostro. En las inmediatas mesillas alineábase un verdadero ejército de frascos de vidrio, vasos de alabastro, botes de bronce y plata, cajitas de marfil y oro, como cincelado, brillante, cubierto de delicadas figurillas, adornado de piedras preciosas, conteniendo esencias egipcias y hebreas, aromas de Arabia, perfumes y afeites embriagadores traídos por las caravanas del interior del Asia a los puertos fenicios, trasladados de allí a Grecia o a Cartago, y comprados para Sónnica por los pilotos de sus barcos en las arriesgadas correrías comerciales.

Odacis le pintó el rostro de blanco. Después, mojando un pequeño estilete de madera en esencia de rosas, lo hundió en un bote de bronce adornado con guirnaldas de loto y lleno de un polvo negro. Era el kobol, que los mercaderes egipcios vendían a un precio fabuloso. La esclava aplicó la punta del estilete a los párpados de la griega, tiñéndolos de un negro intenso y trazando una fina línea en el vértice de los ojos, que dio a éstos más grandeza y dulzura.

El tocado llegaba a su fin. Las esclavas abrieron los innumerables frascos y vasos alineados sobre el mármol, y empezaron a esparcirse confundidos los costosos perfumes: el nardo de Sicilia, el incienso y la mirra de Judea, el áloe de la India, el comino de Grecia. Odacis cogió una pequeña ánfora de vidrio incrustada de oro, con un tapón cónico terminado por fina punta que servía para depositar sobre los ojos el antimonio que aviva la mirada. Después de terminar esta operación, ofreció a su señora las tres unturas para dar color a la piel en diferentes gradaciones: el minio, el carmín y el rojo egipcio sacado de los excrementos del cocodrilo.
Delicadamente, la esclava fue coloreando con fino pincel el cuerpo de su señora. Trazó una nubecilla de pálido arrebol en las mejillas y las diminutas orejas; marcó dos manchas como pétalos de rosa en los titilantes extremos de sus pechos; acarició con su pincel el botón de la vida, que se marcaba apenas en medio de la tersa suavidad del vientre, y poniéndose detrás de Sónnica, coloreó también sus codos y los hoyuelos que se marcaban más abajo del talle, en las protuberancias de sus nalgas redondas y armoniosas. Luego, con rojo egipcio, fue tiñéndole una por una las uñas de los pies y las manos, y otra esclava le calzó unas sandalias blancas con suela de papyrus y broches de oro. Caían los perfumes sobre ella, cada uno en distinta parte de su cuerpo, para que éste fuese como un ramo de flores en el que se confundían diferentes aromas."


V. Blasco Ibañez

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